Hace muchos años, una amiga fue a cenar con mi esposo y conmigo. Después de la cena, mientras caminábamos de vuelta hacia nuestro vehículo, me preguntó: «¿Acaso él siempre bebe así?». Le respondí con una sonrisa pegada a la cara y una voz falsa y casual: «Oh, no, él solamente bebe socialmente». Yo estaba triste, enojada y avergonzada, pero también estaba viviendo en negación acerca de su alcoholismo. Ella me animó a intentar el programa de Al‑Anon, y yo le respondí: «¿Por qué debo ir yo a Al‑Anon? Es él quien tiene el problema». Eso era todo lo que estaba dispuesta a admitir. Ella explicó brevemente lo que era Al‑Anon, pero no mencionó por qué yo podría cualificar para ir. Ése era el elefante en medio de la habitación.

Un par de años después, durante un jueves por la noche, toda mi rabia, frustración y sentido de impotencia sobre su forma de beber hirvieron en mí e hicieron erupción como un volcán. Me convertí en una mujer desquiciada, chillando y maldiciéndolo a él. Le dije que deseaba que se muriera y que deseaba morirme también, porque ya no podía vivir dentro de mi propia piel. Recuerdo ese incidente como si hubiese sido una experiencia fuera de mi cuerpo. Pensé: ¿Cómo es que puedo yo ser esa mujer? Al día siguiente, me armé de valor para ir a mi primera reunión de Al‑Anon. ¡Qué regalo… y qué milagro! Jamás se me había ocurrido que yo era incapaz de afrontar sola el alcohol. Esa primera reunión tuvo un efecto profundo y duradero en mí. Mientras tanto, mi esposo se sentía mortificado porque yo había ido a una reunión, pues temía que ahora todo el mundo se iba a enterar de que él era un alcohólico. Ambos creíamos que él escondía su alcoholismo ante las miradas de la gente. Hoy en día sé que el alcoholismo es verdaderamente una enfermedad de la familia.

Por Jeanine G., Luisiana
The Forum, junio de 2018