No me afectó el alcoholismo, aunque me crie con él. Al menos, eso era lo que pensaba en ese momento. Cuando mi madre fue a rehabilitación durante mi último año de escuela secundaria, pensé con alegría: «¡Problema resuelto! ¡Gracias a Dios que se acabó!».
Pero no acabó ahí. Veinte años después, mi relación con mi hija de 12 años era terrible. Ella estaba infeliz. Hacía todo lo que podía para arreglar su vida por ella: merodeaba cerca de ella y le decía qué hacer y qué pensar. Pero cuanto más trataba de ayudar, peor se ponían las cosas.
Después de una de nuestras discusiones nocturnas, entré en mi propia habitación. Me senté en mi cama, totalmente frustrada. Estaba sola en la habitación. De repente, de la nada, me escuché decir: «¡Es como vivir con un borracho!» Ni siquiera sabía que estaba teniendo ese pensamiento. Sin embargo, era cierto, y lo supe en cuanto me oí a mí misma decirlo.
Fui al teléfono del dormitorio y llamé a mi hermano mayor. Él había mencionado que iba a las reuniones de Al‑Anon para hijos adultos de alcohólicos. Le pregunté si las reuniones me ayudarían. Él dijo que sí. Luego dijo que debería ir a las reuniones para ayudarme a mí misma, no para arreglar a mi hija. No entendía por qué me decía eso. Tampoco entendía por qué mi relación con mi hija era como vivir con un borracho, aunque ninguna de las dos bebía.
Fui a mi primera reunión esa semana. Entonces comenzó mi viaje para comprender la enfermedad familiar del alcoholismo. Siempre estaré agradecida por el momento de claridad que tuve esa noche sentada sola en mi habitación, y por el amor, apoyo y esperanza que sigo recibiendo en Al‑Anon.
Por Eileen F., Kansas
The Forum, febrero de 2021
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