Cuando llegué a mi primera reunión de Al‑Anon, sabía que no llegaba para que mi madre mejorara. Yo sabía que yo era un desastre. También sabía que había algo muy erróneo en mi familia, pero no podía articular lo que era. Solo me sentía nervioso y preocupado todo el tiempo. De hecho, hasta ese momento, no tenía recuerdos de haberme sentido en paz. Más aun, pese a haber sido criado por padres fundamentalistas, recibía poco consuelo de la religión. Sin embargo, al final de esa primera reunión, cuando la gente me dio la bienvenida con abrazos y palabras de comprensión, yo sabía que había algo genuino allí. Y yo sabía que yo quería eso.
A medida que continué regresando y fui más capaz de escuchar verdaderamente a los demás miembros compartir sus experiencias, algo maravilloso comenzó a revelarse para mí. Mientras escuchaba mi historia en la de ellos, obtuve entendimiento y pude reconocer el dolor que había sentido durante tanto tiempo. Era como si yo hubiese sido incapaz de admitir cómo había sido afectado por el alcoholismo hasta que escuché a otros hablar sobre ello.
Durante los próximos dos años, pasé tiempo con mi primer Padrino, quien me dijo que me «montara en el automóvil». Fuimos a retiros de fin de semana de Al‑Anon, reuniones de oradores y convenciones —a donde quiera que pudiéramos ir para complementar nuestra recuperación. En estos encuentros, conocí personas de todo el país. Y mientras me familiarizaba con ellos, pude salir de mi timidez y comenzar a conocerme a mí mismo por primera vez. Cuando era pequeño, yo era el niño que se montaba en su bicicleta para llegar donde los nuevos vecinos y decir hola. Pero cuando llegué a Al‑Anon, la enfermedad me había convertido en un niño tímido quien solo trataba de salirse del medio y mantenerse fuera del radar. Debido a que mi Padrino me alentó a intentar hacer cosas nuevas y conocer gente nueva, mi autoestima creció y comencé a gustarme quien yo era.
Una vez que empecé a ocupar algunas posiciones de servicio a nivel del grupo, comencé a sentirme más confiado. Dejé de concentrarme en mis seres amados alcohólicos y, en vez de ello, me miré a mí mismo. Tras haberme salido de la universidad en varias ocasiones, pude ver —finalmente— que tendría éxito si tan solo lo tomaba un día a la vez. No solo aprendí que me podía ir bien, sino que también podía disfrutar la experiencia. Incluso en los semestres difíciles, me di cuenta de que podía hacer cualquier cosa que pusieran frente a mí.
Sin embargo, lo más importante es que Al‑Anon me dio a mi Poder Superior. Como hijo de un predicador siempre creí en Dios, pero la enfermedad puede hacer un daño verdadero a la perspectiva que uno tiene acerca de la espiritualidad. Yo no sentía que yo le agradara mucho a Dios, por lo tanto, establecer una relación cercana con Él fue difícil. Cuando escuchaba a las personas hablar en las reuniones acerca de cuántas veces Dios los había ayudado a atravesar dificultades, comencé a tener esperanza de que yo también experimentaría un despertar espiritual. Y muy pronto lo experimenté. No ocurrió todo en un destello instantáneo. Sucedió durante muchas reuniones, conversaciones cargadas de lágrimas con otros miembros y lectura de la Literatura Aprobada por la Conferencia. Y continúa ocurriendo hoy.
Hoy en día sé que cada regalo que he recibido dentro y fuera de la hermandad ha venido de mi Poder Superior. Creo que mi trabajo es pasarle esos regalos a otros que todavía sufren por los efectos de esta enfermedad, pues es cierto lo que he escuchado en las reuniones: «para mantenerlo, tengo que pasárselo a otros».
Por Mark S., Editor de la Revista
The Forum, diciembre de 2019