Cuando tenía apenas siete años de edad, al igual que muchas niñas, bailaba con mi padre poniendo los pies en sus zapatos mientras él me deslizaba por toda la habitación. Era alto y erguido. Todo el mundo decía que se parecía a Bing Crosby cuando era más joven. Recuerdo que yo veía el mundo desde la altura de sus hombros. Me sentía protegida e incluso apreciada. Yo era su primera hija.
Recuerdo cuando mi padre me enseñaba a montar en bicicleta. Yo era izquierda e insistía en pedalear hacia atrás, cayéndome cuando paraba de repente. Él me explicaba en voz baja que aunque me pareciera correcto pedalear hacia atrás, hacerlo hacia delante me llevaría a donde yo quería ir.
A medida que fui creciendo, el alcohol ocupaba mi lugar en la vida de mi padre.
A mi papá se le hacía difícil aferrarse a un trabajo; pasaba casi todas las noches en el bar de la esquina. Mi madre llegó a ser una persona cada vez más callada.
Conforme pasó el tiempo, mi madre y mi padre empezaron una familia numerosa. Durante los diez años siguientes, mi madre tuvo cinco hijos más. Nos mudamos a la ciudad y mi padre encontró trabajo en el departamento de suministros de un hospital. Ganaba poco dinero que se gastaba debido al tamaño de su creciente familia. No sé cómo se las arreglaba para poder seguir bebiendo, pero lo hacía.
La violencia y la decadencia moral comenzaron cuando yo tenía unos diez años. Él y mi madre empezaron a pelear físicamente. Luego siguió con nosotros los niños ―las palizas, las humillaciones, la subyugación y por último el abuso sexual―. Mis hermanas y mi hermano, quien padecía de retraso mental, fueron quienes más sufrieron. Como en ese momento yo era la mayor en la casa (mi hermano mayor se había unido a la Fuerza Aérea), hice un gran esfuerzo por proteger a mi hermano y mis hermanas y protegerme a mí misma.
Me sentía tan aterrorizada de mi padre como se sentía mi madre. Con el terror vino el odio y el miedo que todo lo consume. Me olvidé del hombre en cuyos zapatos yo bailaba, en cuyos hombros me montaba, el gentil maestro a quien había amado. Ese odio y ese miedo duraron hasta que me tropecé con Al-Anon.
Me enfermé mentalmente. Me hospitalizaron y me trataron por depresión y trastorno de estrés postraumático. En la terapia, por primera vez hablé de mis sentimientos hacia mi padre. La terapeuta me dio una lista de reuniones de Al-Anon y me pidió que asistiera a una. Al principio estaba renuente a ir. Luego, cuando empecé a sentirme mal, decidí seguir su consejo. De camino a mi primera reunión de Al-Anon, me clavé las uñas en las piernas; me sentía demasiado asustada.
Entre más asistía, más escuchaba, pero no podía dejar de lado el odio que por tanto tiempo llevaba dentro de mí. Se había convertido en parte de mis pensamientos diarios. La persona a quien le había pedido ser mi Madrina me sugirió que fuera a una reunión abierta de A.A. La idea me hizo sentirme enferma, pero decidí ir.
Conocí a hombres y mujeres que luchaban por recuperarse. Darles la mano era la primera vez, desde que me había ido de casa, que me permitía estar cerca de alguien que tenía un problema con la bebida. Toqué a personas reales que se esforzaban bastante para superar el alcoholismo.
En su último año de vida pude verlo una vez más como un ser humano.
Por desgracia, mi padre nunca encontró ayuda antes de morir.
Sin embargo, Al-Anon me ha salvado la cordura, me ha ayudado a volver a comunicarme con mi Poder Superior y me ha liberado del odio que durante tanto tiempo llevaba dentro de mí. He logrado estar en paz con mi papá, a pesar de que haya sucedido después de su muerte.
Por Diana B., Illinois