La calidad de las relaciones humanas depende en gran medida de la forma en que nos comunicamos, no sólo de lo que decimos, sino también de la forma en que lo decimos; no sólo de lo que hacemos, sino de los motivos para hacerlo. El tono de voz y hasta nuestras más pequeñas acciones son elementos de la comunicación; y muy pocos somos conscientes de eso.

Cuando los cónyuges están unidos por un lazo de amor, respeto mutuo y el deseo de complacer y confortar, la comunicación cae naturalmente en patrones que expresan estos sentimientos y le da tanto al esposo como a la esposa, confianza mutua y una sensación de seguridad y dependencia recíproca. Cuando la dependencia desequilibrada o el recelo, la hostilidad, las excesivas exigencias y las expectativas distorsionan una relación, estos defectos se manifiestan en la forma en que los cónyuges se comunican entre sí.

Si un hombre se casa con una mujer porque lo atrajo su cálido instinto maternal (como lo hacen muchos alcohólicos) es probable que sea él el dependiente, y que ella, que se sintió atraída por él, se transforme en cabeza de familia a causa de su deseo inconsciente de servirle de madre a alguien. Puede ocurrir que la mujer en un futuro lamente el hecho de haber fracasado en su papel de jefe de familia, sin darse cuenta de que fue ella quien tomó las riendas y manejó toda la situación. Así, mientras dirige al esposo, los hijos, la casa y las finanzas, se siente invadida de compasión por sí misma debido a la gran carga que tiene que llevar.

Si él se mantiene bebiendo todavía, la constante actitud protectora de su mujer le facilita abstenerse de pedir ayuda. Nada lo incentiva a lograr la sobriedad. Ella está convencida de que hace todo lo que puede por él. No ha aprendido, como lo haría en Al‑Anon, que lo único que se logra con protegerlo de las consecuencias de la bebida es prolongar su avance.

Cuando está ebrio, su reacción es reprocharle su comportamiento, y ese es el peor momento para intentar comunicarse con él. De hecho, esto no puede hacerse sin provocar una guerra familiar.

La situación no mejorará hasta que ella se dé cuenta del problema que existe con su propia actitud y de la forma en que ella debe cambiar para que él se vea forzado a enfrentar sus responsabilidades.

Si un hombre se casara con una mujer porque es tímida, vergonzosa y sumisa, inconscientemente escogería a una esposa que satisficiese su necesidad de dominar. Si resulta que ella es alcohólica, la tendrá bajo la dependencia que él quiere, no importa lo desesperado que se sienta en pensar que la quiere sobria. Él también encubrirá su alcoholismo, la protegerá del escándalo público y asumirá todas las responsabilidades que deberían corresponderle a ella.

Las relaciones deformes como esta se encuentran a menudo en matrimonios de personas alcohólicas, y las mismas conducen inevitablemente a que se elimine la comunicación que es vital para un buen matrimonio.

Podemos lograr que la comunicación verbal sea eficaz si siempre tenemos presente el hecho de que el alcohólico es un enfermo que padece una enfermedad por la cual es injusto culparlo o castigarlo, pero se le debe hacer saber, en el momento oportuno y sin ira ni reproches, lo que ha hecho y lo que está haciendo.