Pensé que si podía mantener a mi hijo adolescente alejado de sus “malos” amigos, lograría ser sensato y dejaría de beber y drogarse. Pasé años de mi vida tratando de rescatarlo de sus malas decisiones. Era como si él caminara hacia un abismo profundo y oscuro y yo tratara de detener su caída, pero seguía empujándome hacia un lado para poder bajar. Yo escuchaba a escondidas sus conversaciones, lo castigaba con no dejarlo salir por todo lo que hacía y le rastreaba sus pasos día y noche. Nada sirvió.

Me sentía demasiado cansada. Perdí peso y apenas podía mantenerme en el trabajo. Ya no disfrutaba de la vida. Me mantuve alejada de los amigos porque no quería que me preguntaran acerca de mi hijo. Estaba decidida a pedirle a él que razonara las cosas. Estaba completamente obsesionada.

Una noche ―ya casi no dormía― vi que un automóvil se aproximaba a la entrada de la casa con sus luces apagadas. Por medio de las sombras, vi que mi hijo se acercaba al auto. Me lancé hacia la puerta para no dejarlo que se fuera. Al verme, se metió en el auto, y salieron a toda velocidad mientras yo corría hasta más no poder, vestida sólo con mi camisón de dormir, gritando y haciendo señas para que se detuvieran.

Puesto que se me olvidó ponerme mis anteojos, no pude ver el número de placa para llamar a la policía. Yo sabía con quién estaba él por el color del auto. Se iría por unos días y luego regresaría cuando el dinero se acabara.

Esta escena y muchas similares se repitieron insensatamente una y otra vez.

Después de que mi hijo estuvo en un centro de tratamiento, me sugirieron que fuera a reuniones de Al-Anon. Asistí a varias. Cada una me gustaba un poco más; había mucha calidez y serenidad. Finalmente encontré un lugar donde podía descansar y rejuvenecer. Sentí el amor en cada reunión, incluso con personas completamente extrañas, porque teníamos un vínculo común: vivir con los efectos del alcoholismo.

Mi hijo no se quedó en A.A., pero eso fue decisión de él. Se mudó a su propio lugar cuando cumplió dieciocho años. Ahora nos mantenemos en contacto y tenemos una relación muy sana. Ya tengo más de dos años de estar asistiendo a las reuniones. Tengo una Madrina y leo publicaciones de la literatura de Al-Anon diariamente. Estoy muy orgullosa del avance que he logrado. He descubierto mi verdadero yo por medio de los Doce Pasos. También he aprendido a amar a mi hijo incondicionalmente.

La semana pasada me llamó para ver si él y su amigo podían venir a ver un juego de pelota con la familia. Al escucharlo sentí que él estaba bien, entonces le dije que sí. Cocinamos, jugamos billar, miramos la televisión y jugamos béisbol. Cuando llegó el momento de partir, mi hijo y su amigo se despidieron con abrazos y besos. En lo que iban saliendo en el auto, observé que había un teléfono celular en el sofá. Lo agarré y salí corriendo a toda velocidad detrás del auto, calle abajo, haciendo señas y gritando para que se detuvieran. Salieron a ver qué era lo que yo quería y se echaron a reír ante el “déjà vu” de la situación. Al menos esta vez no los perseguí en mi camisón de dormir.

Por Caroline G., Kentucky