Entré a mi primera reunión de Al-Anon después de que mi novio tuvo su primera recaída. Las lágrimas que no cesaban durante muchos días seguían deslizándose por mis mejillas. No me había maquillado y me había recogido el cabello tan sólo para dejarme la cara descubierta. Traje al Padrino de mi novio conmigo, un miembro antiguo que llevaba más de 20 años de sobriedad. Él fue la única persona en quien pude pensar que podía llamarlo y pedirle ayuda; él me presentó a Al-Anon.

Recuerdo entrar a la sala sabiendo que esta gente iba a decirme lo que tenía que hacer para que mi novio alcohólico se volviera a enderezar. Compartí lo que había sucedido: volvió a beber de nuevo después de estar sobrio durante dos años y medio, y ahora estaba en la cárcel. Esperé a que alguien, cualquiera que fuera, me dijera su secreto, pues mientras algunos movían la cabeza en señal de aceptación, todos los demás sonreían. Una señora me volvió a ver y me dijo: «Sigue viniendo». Otra persona expresó: «Bienvenida».

¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué no me decían qué hacer? Me senté ahí a llorar aún más. El Padrino de mi novio no me dijo nada, sólo me dio unas palmaditas en la espalda cuando me sentí abatida de dolor y confusión. ¿Por qué estas personas no me decían cómo solucionar el problema? ¿No podían ver mi dolor? ¿No le importaba a nadie?

Me enojé. Me puse de pie y procedí a decirles a todos que yo creía que eran personas ingratas y odiosas por «guardarse» su pequeño secreto para sí mismos, aparentemente pensando que yo no merecía saberlo. Una vez que le dije a cada persona en la sala, incluido el Padrino de mi novio, un poco de lo que pensaba, salí furibunda de allí, decidida a enderezar a mi novio alcohólico sin la ayuda de ellos.

Pasé los próximos cuatro años asistiendo a reuniones abiertas de A.A., aprendiendo los Pasos y leyendo todo lo que podía sobre el alcoholismo y la adicción. Hablé con hombres y mujeres en recuperación y escuché sus historias. Me convertí en algo así como experta en esta enfermedad tan horrible y destructiva que estaba destruyéndome el alma.

Durante este tiempo sucedieron dos cosas: Mi novio y yo nos casamos, y él tuvo seis recaídas más.

Cuando volví a Al-Anon, me sentía muy destrozada y vacía. Todo lo que podía hacer para seguir adelante era respirar. Estaba muerta por dentro, y nadie lo podía ver. No tenía ninguna esperanza, ni alegría, ni ningún sentimiento de autoestima. Estaba demasiado cansada. Había tratado de «enderezar» al alcohólico sólo para destruirme yo misma en el proceso.

Entré a mi segunda reunión de Al-Anon no tanto con la esperanza de obtener ayuda, sino con el temor de no obtenerla. Entré dispuesta a matarme, y tenía los medios para hacerlo. No sabía qué esperar, pero sabía que no podía seguir viviendo con ese dolor. Algo en mi mente me decía que si A.A. les sirve de ayuda a ellos, Al-Anon realmente me podría servir de ayuda a mí.

No le grité a nadie; no me sentí abatida de dolor y confusión. Tan sólo me senté allí a llorar y a escuchar. Pude identificarme con un poco de lo que decían, pero no lo pude hacer con otro poco. Luego oí a alguien decir que «yo» no lo causé, «yo» no lo puedo curar, y «yo» no lo puedo controlar. De repente ese gran peso se me quitó de encima. ¡No era mi culpa! Un diminuto rayo de esperanza comenzó a infiltrarse en mi mente, y yo quería más.

Fui a esa reunión con ganas de desaparecer de mi vida esa sensación angustiosa, pero salí de ella con ganas de volver. Durante los próximos meses fui a reuniones todas las semanas, compré y leí publicaciones de la literatura, hablé con los demás, encontré una Madrina, y participé en la labor de servicio.

Cuando empecé, las palabras no podían describir el dolor que estaba sintiendo. Ahora no hay palabras para describir la paz que tengo. Mi peor día en Al-Anon es superior a mi mejor día sin él. Hoy en día, entiendo la serenidad, agradezco las sugerencias y tengo esperanza. He aceptado al alcohólico por lo que él es porque ahora sé quién soy yo.

Por Ángela L., Washington